El profesor del Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad de Córdoba Desiderio Vaquerizo ha asegurado hoy que los romanos tenían un miedo atroz a los muertos, especialmente a los niños y a las mujeres fallecidas en el parto, puesto que consideraban que, al haber muerto prematuramente estaban irritados, por lo que podían volver y vengarse en los vivos de su desgracia. También tenían mucho miedo a los suicidas, ajusticiados, criminales, locos y portadores de enfermedades contagiosas, como lepra o tuberculosis.
Vaquerizo ha realizado estas declaraciones durante el transcurso del seminario Arqueología entre líneas, que organiza el Centro Olavide en Carmona y en el que ha impartido la conferencia Mortes singulares y miedo a los muertos en el mundo romano.
Es muy frecuente que en las tumbas de niños, que creían que eran los muertos más terribles, se incorporen una serie de tablillas de plomo con maldiciones realizadas por un mago, escritas de derecha a izquierda de forma y de tal forma que sólo se pueden leer si se reflejan en un espejo, afirma el profesor. Hasta época del emperador Augusto estaba mal visto que se mostrase dolor por la muerte de los niños, a quienes se enterraban de noche y muchas veces hasta en su propia casa, pero a partir del siglo I d. C hubo una crisis de natalidad importante y empezó a considerarse el fallecimiento de los niños como un hecho horrible, lo que propició la escritura de poemas funerarios muy estremecedores.
En Roma, los muertos eran utilizados habitualmente para rituales de magia negra. Se tiene conocimiento a través de diversas fuentes de brujas que iban a robar huesos de fallecidos en las noches de luna llena para usarlos en sus rituales.
Aunque los romanos tenían mucho miedo a los muertos, aceptaban la muerte como algo natural. Sin embargo, nuestra cultura es la primera que oculta la muerte, llevándosela a los hospitales o tanatorios. La muerte se ha vivido siempre en casa, en primera persona e implicaba un ritual perfectamente establecido que, en último término y como en época romana, estaba destinado a conjurar el dolor y aceptar la pérdida, sostiene Vaquerizo.
Los romanos ritualizaron absolutamente la muerte porque dependiendo de que ese ritual se cumpliera se obtenía o no el descanso eterno. Ritualizaron todo lo que tenía que ver con el funeral, tanto es así que la palabra nuestra funeral, viene de la latina funus, que definía todos los ritos que tenían lugar entre la agonía de la persona y los ritos posteriores al enterramiento, que son prácticamente los mismos que los de nosotros, según el profesor.
En la agonía, se reunía la familia y se recibía el último suspiro del moribundo con un beso para que el alma no vagara errante. Al difunto se le colocaba sobre el suelo para que volviera a la tierra antes de amortajarlo. Posteriormente, se avisaba a la familia y a los vecinos, al tiempo que se señalaba en la puerta que había un fallecido mediante ramas de mirto y laurel que indicaban que aquélla era una casa funesta, que había un muerto y que, por tanto, quien entrara podía quedar contaminado. Posteriormente, se organizaba un velatorio que podía durar entre desde una hora (caso de los suicidas y ajusticiados) hasta siete días, algo que era utilizado como elemento de representación social, ostentación o bien para garantizar la muerte aparente (que fueran enterrados vivos), a la que los romanos tenían un miedo atroz. De hecho, hay muchos textos antiguos que hablan de gente que aparentemente estaba muerta y resucitó en el momento de ser quemada.
Con respecto al entierro, éste se preparaba con música, actores, plañideras y se llevaba a la necrópolis, bien a través de la cremación o inhumación, con una serie de ritos tipificados. Durante el propio enterramiento estaba presente la familia o los amigos y se solía hacer un banquete funerario, el silicernium, en el que se hacía partícipe al muerto. Una vez concluido, se le enterraba, se cerraba la tumba y cuando la familia volvía a casa realizaba un ritual de purificación con agua y con fuego, se lavaba en la casa algo que se sigue realizando todavía hoy en muchos pueblos, donde se tira el agua de los cántaros, se blanquea la habitación, se sacan los muebles. A los nueve días se volvía al cementerio y se realizaba otro banquete que cerraba el funus. A partir de ahí empezaba el luto, guardado sólo por las mujeres, que consistía en ponerse ropa negra.
Aunque en España no se conoce bien el contenido de las ofrendas porque no se ha excavado adecuadamente, se sacrificaba una cerda en honor a la diosa Ceres, la de la tierra y la Naturaleza. Normalmente, había también ovicápridos, aves de corral y huevos, porque el huevo simbolizaba la vida y es principio de vida en sí mismo. Y luego, fundamentalmente, agua, leche, miel, la sangre de las víctimas y vino. Sobre todo estos últimos porque la sangre y el vino representan la vida, vivifican y muchas coronas y ramos de flores. Las flores más demandadas por los muertos en las inscripciones son las rosas y las violetas, símbolo de resurrección. Hay un poema sepulcral bastante frecuente que dice Moja mis huesos con vino, una y otra vez, para que mi alma se embriague y sobrevuele como una mariposa, concluye Desiderio Vázquez.