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La camiseta

Kepa Tamames
hace 16 años
Cartas al director

Llegan de nuevo los Sanfermines, y con ellos la matraca diaria de todo medio que se precie, sea televisión internacional o periódico gratuito local. Para gustos, desde luego, pero a un servidor la información sobre eventos festivos le parece igual de ligera que una copita de lavavajillas como digestivo. Porque, reconozcámoslo, la cosa esta de los Sanfermines es pesada como ella sola. Que sí, que se trata de una fiesta superdivertida y que hay mogollón de gente en la ciudad. Una sociedad discreta, reservada y conservadora el resto del año, la pamplonica, bulle y se desmelena durante nueve días. Seguro que les suena de algo, aunque sólo sea por el elemental hecho de que, terciado junio, ya empiezan algunos con los dichosos Sanfermines para arriba y para abajo. Lo dicho, las fiestas más conocidas fuera de nuestro país, las más internacionales, sin parangón en lo pachanguero. Con su “lado oscuro”, añado yo. Y para tratar de explicarme tengo por delante el resto del artículo.

Mi primer desembarco en los Sanfermines fue fugaz. Se produjo cumplidos los treinta y muchos, algo casi incomprensible teniendo en cuenta que he vivido siempre a no más de una hora por carretera de la vieja Iruña. En una rueda de prensa multitudinaria explicamos a periodistas de medio mundo el aspecto siniestro de la fiesta: las corridas de toros y los encierros. (Hasta donde yo sé, la primera vez que se cuestionaban a micrófono abierto estos últimos). Apenas una hora después del chupinazo yo cogía el autobús de vuelta a casa, no sin antes dar un pequeño paseo por el centro y detenerme en los puestecillos ambulantes, cargados hasta los topes de algunos elementos textiles ineludibles para la juerga. Hablo de los consabidos sombreros de paja desilachados, de las fajas rojas, de camisetas de quita y pon con toda suerte de mensajes que, dicho sea de paso, no rebosaban precisamente enjundia intelectual. Han pasado casi diez años de aquello, y todavía es lo que acude a mi cabeza cada vez que veo en la televisión imágenes de la fiesta. Una de las camisetas más solicitadas por el público no contenía frase alguna; simplemente estaba repleta de agujeros y desgarros, tintada toda ella de manchurrones rojos. Sí, son ustedes unos linces: representaba la de alguien que acabara de ser corneado brutalmente por un toro durante el encierro. Sea por mi particular sentido del humor, sea porque yo allí estaba a lo que estaba, quedé impactado por la escena. Se frivolizaba con el terrible hecho de que un animal acosado por la turbamulta penetre tu torso por aquí y por allá, te perfore el estómago, los pulmones, te abra de par en par las axilas. Tal vez se trate de una cuestión de déficit personal en cuanto a un apartado tan particular como el humorístico, insisto, pero les confieso que aquella visión permanece aún entre las más obscenas que he presenciado en mi vida. Me pregunto a través de qué extraño mecanismo mental puede aceptarse la banalización de la tragedia y elevarla luego a la categoría de drama social cuando de hecho ésta se produce. ¿Cómo es posible que la población en general asuma esa realidad con anodina complacencia –imagino que la prenda sigue dando buenos dividendos–, y luego se rasgue las vestiduras (la expresión ha surgido sola, lo siento) a la que un toro aterrado osa tocar con sus defensas al mozo de turno? Puestos a barrenar en lo morboso, imagino las portadas de los periódicos, la instantánea del corredor de turno con la vista perdida, llevado en volandas por los servicios de urgencias, enfundado en la camiseta, empapada ahora por su propia sangre y con orificios añadidos a los originales. Dado el severo estado de parestesia

moral en que vivimos, hasta tengo dudas de que alguien se percatara del detalle.

¿En qué consiste la “fiesta”? ¿Acaso hemos reflexionado sobre si de verdad merece tal nombre una celebración nutrida de sangre inocente –me refiero a la de los toros, naturalmente–, y con frecuencia de la de sus agresores, los que corren a cientos delante, detrás, a los costados? ¿De verdad creen que se puede reservar el calificativo de “víctimas” a quienes con su sola presencia mantienen aterrorizados a los pobres bóvidos, que sólo muy de vez en cuando se defienden y le dan al valiente de turno su merecido? Sí, su merecido; a mí no me miren. Porque quienes se dedican en sus ratos de ocio a acosar a seres pacíficos por naturaleza deben asumir que la consecuencia razonable es que la víctima –ésta sí– acorralada haga uso en un momento dado del único arma que posee. Según mi modesto entender, lo de verdad lógico sería dejar que los mozos corneados se desangraran en el asfalto. (Nunca he entendido que se deban utilizar recursos sanitarios sufragados por todos para curar a gente irresponsable). Que se levanten si tienen bemoles, que recojan sus vísceras humeantes y que se vayan a su casa a lamerse las heridas, como hacen los pocos toros indultados que sobreviven al linchamiento en sus dos etapas, matinal y vespertina. Gajes del oficio, chaval, nadie dijo que esto fuera un juego inocente: te la has jugado y has perdido. A estas alturas del texto no pocos lectores estarán horrorizados con lo que he escrito. Y muchos entre quienes maldicen al medio que osa publicarlo serán los mismos que ven con agrado los puestos de fruslerías festivas, con su producto estrella en primera línea: la camiseta.

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