Uno creció con ellas. ¿Recuerdan? Aquellas carcasas de plástico que giraban a trompicones y que nos traían los sonidos de la época enredados en una cinta magnética. A veces las pilas y el destino nos jugaban una mala pasada y con un bolígrafo bic intentábamos deshacer el entuerto. Aquellas casetes tenían una vida tan efímera como las utopías escritas en las pizarras de las universidades. Corrían los años finales de la década de los setenta. Éramos jóvenes en un país en saldo. Y estábamos en primera fila, en la barrera de una plaza en la que los toros saltaban el burladero de la incertidumbre.
Tiro de la memoria y de una de aquellas cajitas de plástico transparente con cinta de cromo y sistema dolby para mitigar los ruidos. Los milagros existen y aún suena. Pesada, lenta, diluida, como si literalmente la hubiera mojado la lluvia del tiempo. Escucho así, en una atmósfera espiritista, las palabras para Julia en la voz quebrada de Paco Ibáñez y el cuerpo de ola de un Hilario Camacho que voló, una noche de fuego y árboles negros, al otro lado del mar.
Todo este universo yo lo pirateaba de la radiocasete comprada en Melilla en un mundo en el que no había emules. Y entre canción y canción se colaba la dulce voz de Rosa María Pinto que llegaba como un ensalmo a nuestras casas con el aire acondicionado de las persianas bajas y los toldos echados. En aquellos tiempos no había walkmans, ni ipods ni iphones. La única música portátil disponible era la de los transistores. Los teléfonos no se llevaban en la mano, reposaban solemnes en la mesilla de noche de la habitación de los padres y cuando sonaban en la madrugada anunciaban el teletipo urgente de la mala suerte.
Pagábamos con dinero de verdad, no había tarjetas de crédito ni de rédito. La caña de cerveza a tres o cuatro duros. La entrada del cine Llorens para ver Annie Hall de Woody Allen costaba diez pavos. La memoria me falla y no recuerdo el dinero que me costó comprar un ejemplar de Rayuela en la librería Pascual Lázaro de la calle Sierpes. Sí, que llevarme a casa el LP Desire de Bob Dylan supuso la hazaña de reunir un billete de cien pesetas estampado con la mujer morena de Julio Romero de Torres. Para los nostálgicos, que todavía aplicamos el doble baremo, un duro hoy en día equivale a tres céntimos de euro.
Si cuento todo esto es porque pretendo responder a la generosidad de este periódico que me propone rebobinar la casete de la época en la que transcurre mi novela El rock de la calle Feria. De La Moneda a la bodega Salazar. Del Patio San Laureano al Morapio. De los jardines de Murillo a la glorieta de los Lotos. En la plaza de doña Elvira escuchábamos el sonido del agua mezclados con los punteos de alguna guitarra. Nos sentábamos en el suelo con las piernas cruzadas como los yoguis. Éramos ingenuos como los hombres sabios que nunca escalaron el Everest de la soberbia. Queríamos cambiar el mundo hablando y las asambleas eran las clases más concurridas.
Recorríamos la ciudad en motos bultaco, en los errecincos y los cuatrolatas. Vimos las primeras televisiones en color detrás de una lámina ¿de acetato? Escuchamos la radio de colores del entrañable Paco Sánchez y del inolvidable Luis Baquero. Viajamos en trenes tan lentos que permitían contar los árboles del camino. Vestíamos ropa sin diseño, llevábamos pantalones de campana y jerseys de lana tan horteras como los juguetes de luces que venden los chinos. Y tuvimos amigos y amigas que fueron carne de cañón de los traficantes de los sueños. Nunca llegaron a saber que la lucidez es la droga que estimula mejor la maga de los cerebros.
Ahora, que de todo hace más de veinte años, como escribió el poeta Gil de Biedma, y que el pasado parece un país extranjero, pienso en aquella Sevilla mágica de nuestra juventud. Aquella ciudad que vivimos, bulliciosa y callejera, con la banda sonora de fondo de la música de Triana. Con la batería del Tele, la guitarra flamenca de Eduardo Rodríguez y la prodigiosa voz de Jesús de la Rosa. Ahora, guardo mi viejo radiocasete comprado en Melilla y en un compact disc digital suena Abre la puerta entre el runruneo del aire acondicionado. Le pongo cerco a la nostalgia leyendo a Orhan Pamuk. La literatura es la capacidad de hablar de nuestra propia historia como si fuera la de otros y la de otros como si fuera la nuestra, afirma el escritor turco.
Francisco Gallardo
Medico,escritor y autor de la novela El Rock de la calle Feria