
Los silencios de San Lorenzo
Hace más de sesenta años en mi memoria infantil retuve para siempre la solemnidad de aquel acto en la parroquia de San Lorenzo, arrodillados mis hermanos y yo ante la Virgen de la Soledad, acompañados por nuestros padres y jurando las Reglas de la que ya habría de ser de por vida nuestra hermandad.
Más tarde fui el vecino adolescente que frecuentemente visitaba al Señor en su capilla parroquial para enmudecer con su portentosa presencia, acertando sólo a santiguarme cuando me despedía del Gran Poder de Dios, que allí asimilé perfectamente. Guardaba entonces el mismo silencio que hoy me continúa produciendo su rostro de divinidad humanizada, su zancada firme y decidida incitándonos a seguirle y sus portentosas manos acariciando la cruz. Siempre el silencio de Sevilla ante el Señor.
Al otro lado de la nave central sí surgían las palabras cuando aquél joven hablaba con Ella, confiándole sus miedos e inseguridades y pidiéndole por todo. Ante la belleza sublime e intemporal de la Virgen de la Soledad confirmé mi definitivo amor a María. Sucedió en el recoleto espacio de la capilla de mi hermandad. Sucedió, naturalmente, en el silencio siempre trascendente de San Lorenzo.
Desde entonces supe que en Sevilla perennemente hay espiritualidad más allá de la belleza, las formas o los ritos; y que en San Lorenzo se guarda, quizás, la más auténtica esencia de la ciudad. Ese barrio conjuga con toda naturalidad los equilibrios y las nostalgias, los palacios y las casas humildes, la placidez de su aromática luz y la alegría de los vecinos.
El barrio es maestro en la elegancia del silencio y ni en sus calles más populares se practica la estridencia. El arte, la poesía, la historia, las iglesias y los conventos configuran una feligresía a la que, con razón, Manuel Ferrand calificó como "una de las reservas de valores más inaprensibles, más sutiles y verdaderos del alma de la ciudad".
No en vano fue el barrio de Bécquer, Rafael Montesinos, Rafael Laffón, Enrique Esquivias Franco y Joaquín Romero Murube, entre otros escritores, habitándolo también Velázquez, Pacheco y Martínez Montañés. El espíritu de todos ellos parece permanecer en el aire y la etérea luminosidad de la plaza de San Lorenzo.
Silencio en la Madrugada, que el Señor ha salido de su barrio y camina por Sevilla. Silencio en la última noche pasional de cada año, cuando la ciudad acompaña a la Soledad queriéndose asegurar de que regresa a San Lorenzo, para que la Resurrección sea posible. Son sólo unas horas, pero qué soledad más grande la de San Lorenzo sin su Soledad.
Una inmensa paz inunda las almas cuando el ascua de bellísima luz que es su paso alcanza la plaza ya al filo de la madrugada, anunciando que ahora sí definitivamente la pasión se ha consumado; que ahora sí todas las campanas de la Giralda y de la ciudad pueden repicar a gloria, porque Cristo ha resucitado.
Silencio también en la mañana sacramental y soleada de mayo, cuando Jesús en la Eucaristía sale al encuentro de los enfermos e impedidos, sin que ni tan siquiera el acompañamiento musical rompa el silencio de las gentes del barrio, que se arrodillan ante Dios mismo. Silencio impresionante de mi Hermandad Sacramental.
Silencio todos los días del año también en los muchos templos y conventos de la feligresía. ¿Acaso existe en Sevilla alguna otra collación con más templos y cenobios ? ¿Acaso algún otro barrio tiene el privilegio de acoger a tantas monjas y religiosos, de tan diversas ordenes y en tantos monasterios ? Silencio conventual y místico en San Lorenzo.
Profundos y señoriales esos silencios trascendentes que incitan a Sevilla toda a comprenderlo todo, en la única clave de espiritualidad que permite entender todas las cosas. Es el silencio que subyace siempre en el alma de los sevillanos, bajo el bullicio y los ruidos de la gran urbe. Para mí que los silencios de San Lorenzo son la causa de todos los demás silencios de Sevilla.
José Joaquín Gallardo es abogado

