Hay conciertos como temblores de tierra. Dura un poco más la escala One Direction, y nos vamos todos al garete. El epicentro estaba en el Vicente Calderón, pero los efectos han sacudido la capital entera.
Juro que no sé quién da más espectáculo, si los cinco chicos que componen la boy band, o sus fans, las que se autodenominan directioners. Madrid estaba plagada por esa especie. Gran Vía, Puerta del Sol, Plaza Mayor Se identificaban con facilidad porque ellas mismas se encargan de localizarse unas a otras recurriendo a camisetas, banderas y hasta pinturas específicas por cara o cuerpo, como apaches dispuestos para un ataque -de nervios- o esquiadores que se deslizan felices por esta edad blanca de los ídolos. Aparte existe una trama bien urdida de consignas en twitter. Al cruzarse unas con otras se tratan como si se conocieran desde siempre, les basta la conciencia de provenir de un mismo tronco común de admiración y agitaciones. Tienen vigilada hasta la puerta principal del Hotel Palace. Les ha bastado un rumor de que One Direction se hospedaba allí, para montar la guardia que trae de cabeza al conserje. Esperando inútilmente una aparición del grupo, han tenido que conformarse con hacerse fotos junto a Soraya Sáenz de Santamaría, que salía del Congreso en esos momentos y perseguía alcanzar la entrada del famoso hotel.
No me cuentan nada, no escribo de oídas, lo veo todo con mis propios ojos, sencillamente porque soy el padre de dos directioners a las que sigo dócilmente ayudado por mis recuerdos haciendo lo mismo con Los Bravos y Raphael cuando yo tenía los años que ellas.
Horas antes del concierto, las calles convergentes con el estadio ya están cortadas por la Policía Nacional. Se hallan poseídas sobradamente por miles de jovencitas que se han propuesto como meta la primera fila o, cuando menos, la cercanía más posible con el escenario.
El metro va a reventar. Y podría hacer los trayectos prácticamente sin detenerse en otra parada que la de Pirámides. Es un destino común con apenas excepciones en los pasajeros.
La espera para entrar en el Calderón dura más que el futuro concierto. Aguardamos ¡tres horas! cerca de sesenta mil personas. Me pregunto como ajeno desde siempre a la afición por el fútbol si cuando juega el Athletic hay que soportar lo mismo. Y veo a la Policía más perdida que el barco del arroz, como si acabara de llegar de un pueblo y le viniera grandísimo el traje de la capital.
Con un guiño internacional a España haciendo sonar como preámbulo de su aparición la versión más tecno de Macarena, de Los del Río, a las diez menos cuarto de la noche empieza a hacerse realidad un sueño que se arrastra desde septiembre del año pasado -que se dice pronto-, cuando se pusieron las entradas a la venta y se agotaron a los noventa minutos. Pero puede uno pellizcarse y es cierto: One Direction ya está aquí, de verdad, en persona.
Su directo es impecable, tanto que es correctísimo como un play back, una mera reproducción milimétrica de sus grabaciones, sin morcillas vocales ni instrumentales. Pero, ¿qué más quieren ni pueden desear? Ellos dicen que tienen a las mejores fans del mundo y viven por eso en la ley del mínimo esfuerzo. Sólo tienen que levantar un pulgar y el aforo femenino grita unánime como si fueran miles de sopranos bien ensayadas y llorando una emoción al unísono. One Direction ni siquiera bailan. ¿Para qué? Romperían con un principio de espontaneidad que les ha acercado al máximo hasta la juventud, las púberes diría yo, que les siguen y adoran. Una mínima coreografía haría quebrarse la naturalidad de sus movimientos. Parece estar planeado no planear nada. No hay ni un vestuario propiamente artístico. Se echan al escenario igual que a la calle. Es como si hubieran roto con los modus vivendi de todo espectáculo. Y también su público: que no aplaude, sino que clama; no se sienta, sino que permanece en pie sobre las butacas; parece saber inglés cuando cualquiera de los cinco chicos lo interpelan en ese idioma, como si lo entendieran todo, cuando no es más que una respuesta de alaridos por el simple hecho de estar escuchándolos (en chino también contestarían con un diálogo de gritos); y es un público que ni siquiera reivindica un solo bis al final de una actuación que duró exactamente hora y media. Escasa para tantos anhelos desde septiembre. Muy poco, considerando que tienen la edad en la boca frente a colosales veteranos que casi llegan a las tres.
En cualquier caso, un gran concierto bien envuelto por el halo mágico de una eficaz luminotecnia, efectos especiales como lanzar serpentinas gigantes o encender la alta bóveda de Madrid con fuegos artificiales. One Direction, como en su canción, ya están en la historia de nuestra vida.