Felipe VI me emociona, pero no me convence. Es un gran impresionista de palabras en su proclamación. Me embauca y seduce con una hermosa figuración de mi país, de colores atractivos y perspectivas profundas. Me arden las venas del sentimiento patrio si encima lo dice todo y muy hermoso tan próximo a la bandera. Pero el cuadro sería otro si cayera el lienzo en manos del maestro Antonio López, el genio del realismo.
Ahora que hace una semana de haberse erigido en el nuevo Rey, le busco la distancia adecuada a su discurso y comprendo que obedece, como todos los discursos, a una inercia natural de grandilocuencia que magnifica todo en cada línea. Pero humildemente y frente a un hombre mil veces, millones de veces, más preparado que yo, estoy en desacuerdo cada vez que sus frases han querido lograr la imposible cuadratura del círculo. Porque, por ejemplo y como una muestra fundamental, no le creí al escucharle eso de que España es una gran nación. Lo fue en pasadas etapas históricas y está llamada a serlo en otras venideras, pero no lo es ahora mismo. La simple vista de un lamentable panorama que nos rodea, es suficiente para pensar de otra manera: la simple vista de las dramáticas cifras del paro, de la clase política impresentable que está destruyendo su propio bipartidismo, de un Gobierno totalitario que avanza en el desguace de la democracia, de principios constitucionales burlados que animan los deseos de una reforma de la norma suprema, la corrupción de tantos cargos públicos relevantes, el afán recaudatorio y voraz de un Fisco ya de base y pretensiones inhumanas, la presencia de una municipalidad asfixiante en impuestos y vigilancia policial que nos toma de antemano no por protegidos, sino por sospechosos ¿Así son las grandes naciones?
La propia hermana de un Rey, y sin que yo entre en su inocencia o culpabilidad, está sirviendo en estos momentos como cabeza de turco para que las cúpulas de poder de todo tipo nos coman el coco con una falacia: que los españoles somos iguales ante la Ley. Y que los jueces se dedican a aplicarla. Debe venirle muy bien a Gallardón y al PP camuflarse en la imputación a una Infanta para sacar adelante la nueva Ley Orgánica del Poder Judicial, que no responde a la reforma profunda que la sociedad viene demandando a la Justicia. Al contrario, porque trae entre otras trampas convertir en delito la libertad de expresión de los periodistas. Pero con un miembro de la familia real sujeto a indicios tales que pueden llevarle a la cárcel, está servida gratuitamente una colosal y bien multiplicada publicidad de apariencia de seguridad jurídica para todos.
Es legítimo que un Rey recién proclamado recurra a un discurso entusiasta e ilusionado con el futuro. Es loable y plausible, como así fue. No se hubiera esperado menos de un ser humano al fin y al cabo, convertido en aquel momento en destinatario singular de una tarea común y bien difícil: que su reinado coincida con una España depurada de vividores del poder, de profesionales del butacón, de legisladores y ejecutivos de principios falsos y quiebras de gran parte de nuestro ordenamiento jurídico. Que su reinado coincida con los tiempos en los que volvamos a ser una gran nación, cuando los discursos y la vida vayan a la par.