Para otra cosa no valdrá uno, pero veo a leguas cuándo un artista trae exquisiteces, buen gusto y refinamiento. Y eso me pasó hace ya un montón de años con Manuel Marvizón y la música que componía. Pero llegado al extremo de escuchar un disco con marchas procesionales de su autoría interpretadas bajo su dirección por la Orquesta Sinfónica de Bratislava, comprendí aún más el largo alcance de su talento, arropado desde luego por la genialidad innata de Juan José Puntas y el apoyo moral de Luis Baras.
En ese disco estaba, está, entre otras obras, una marcha titulada Esperanza, dedicada a La Macarena. Un primor, una joya, una delicadeza que por fin ha pasado del disco a la vida, del estudio al manto verde, de la intimidad al pueblo, de Bratislava a Salteras. Con esa marcha atravesó la Virgen el Arco, ante las cámaras de televisión, al regresar a su templo en la mañana del pasado Viernes Santo, como si le hubiera colocado en suerte a Erika Leiva el palio para que cantara su saeta. Con esa marcha ha recorrido estos días últimos del cincuentenario de su coronación buena parte de las mejores chicotás. Esperanza ha tenido su tiempo forzoso y natural de gestación, su necesaria paciencia en el periodo imprescindible de la espera. Mi buen amigo Abel Moreno ya me contó un día cómo se desarrolla ese proceso casi obligado que va desde el momento de la composición hasta la trasera de un paso. Y Marvizón ahora ya disfruta de la gloria de los músicos que mecerán eternamente a La Macarena. Marvizón ha entrado en la historia junto a Cebrián, Gámez Laserna, Pedro Morales, Braña o el propio Abel Moreno.
Esperanza es una obra definitiva y para siempre, fruto de una inspiración nada común, liberada de estructuras clásicas, despreocupada de corsés que abocan a la imitación de esquemas musicales ya gastados, cortada desde un patrón personalísimo y en la que se cumple acertadamente con una referencia muy especial a la hora de su concepción: y es que el autor tiene en cuenta la gran devoción de su mujer, la periodista Charo Padilla, a La Macarena. Late por eso el espíritu de un propósito más acusado que nunca de no defraudar.
Me reitero en la opinión, otras veces manifestada en mis artículos, de que Marvizón es un compositor que en marchas supera el ámbito procesional. El eco de sus obras abarca también los tiempos de vísperas, como si fuera un autor de tráilers que dominara plenamente la escritura del avance, haciendo aflorar las armonías propias de la inquietud, adelantándote el sabor del porvenir. Compone con alambique, quintaesencia el sonido azul Hiniesta del aire de Sevilla y te lo ofrece con la nueva luz de mayo por las calles. Por eso sabía prender estos días su música al talle juvenil de La Macarena, en besamano histórico de la Parroquia del Sagrario. Por eso compone incluso lo imprevisible, lo que ni él mismo sabe que está componiendo, y ha extendido sus notas hasta darle la vuelta a la Catedral como un largo pentagrama que contara el rosario de las interminables colas. Por eso explora en la profundidad de los ojos de La Macarena, en el misterio de que en realidad no vamos tanto a verla a Ella, como a que sea Ella la que nos vea a nosotros. No acudimos tanto a acompañarla, sino a que sea Ella la que nos acompañe.
Ayer un periódico afirmaba haberse llevado a cabo la contabilidad y frecuencia de las marchas más tocadas en las procesiones de La Macarena. El resultado con datos in situ puede que sea correcto, pero esconde un error de cálculo en el hecho de que Manolo Marvizón compone en futuro, se hace hasta con lo desconocido, presintió hace años hasta la fronda del Parque que no estaba por los verdes caminos de La Esperanza. Y es tan capaz del amargo pañuelo como de la gloriosa azucena en la mano de La Macarena.