
Los cuatro protagonistas de esta historia llevan tocando música juntos desde hace 25 años. Forman un cuarteto de cuerda que ha logrado el éxito y la fama internacional. Funcionan como la maquinaria de un reloj, han conseguido el ensamblaje perfecto entre las cualidades de cada uno. Dos de ellos forman un matrimonio con una hija que también aspira a dedicarse al violín, otro es el primer violinista, un genio que vive soltero, y el cuarto es el más veterano de ellos, un maestro del chelo que creó la formación y dirige al grupo. Nada puede hacer pensar que entre estas cuatro personas (que llevan conviviendo durante un cuarto de siglo) pueda surgir la más pequeña desavenencia, pero la vida, a diferencia de la música, no es tan perfecta como un pentagrama, y el tempo y los vibratos son imprevisibles.
En cierto modo, también se han olvidado de vivir, apenas han tenido tiempo para el amor o la educación de una hija, han mantenido una existencia intensa y acelerada, como el Opus 131 de Beethoven, cuyos movimientos se ejecutan attacca, sin pausa. Hasta que un día, la rutina y la posible disgregación del cuarteto van a originar un maremoto emocional que les va a hacer replantearse sus vidas.
El israelí Yaron Zilberman dibuja con inteligencia los rasgos de cada uno de sus personajes, y maneja con habilidad las relaciones entre ellos para contar una preciosa historia de amistad y compañerismo. También se vale de la música clásica para reflexionar sobre la vida misma y muchos de sus aspectos: el amor, el desamor, el engaño, la infidelidad, el perdón, la lealtad, Y por encima de todo la defensa de dejarse llevar por la pasión y la emoción, de liberar nuestras riendas para huir de la frialdad de las matemáticas de una partitura, incluso tocar a Beethoven de memoria, sin un libreto por delante, afrontando el riesgo y el desafío para recuperar la ilusión y no estancarse en la monotonía.
Con muy pocos personajes configura un mosaico de sentimientos que eclosionan en un maravilloso final; sin desvelar nada, esta es una de esas películas que saben cerrar a la perfección, con un buen broche, una magnífica historia.
Zilberman, que debuta en el largometraje con esta cinta, ha tenido el lujo de contar con un grupo de actores que suelen estar en estado de gracia, y que aquí se lucen especialmente, como el veterano Christopher Walken o Philip Seymour Hoffman, uno de los grandes descubrimientos en el cine del siglo XXI, desde que empezó a llamar la atención en Cold Mountain (2003) y Capote (2005), y junto a ellos una excelente Catherine Keener, quien precisamente ya coincidió con Seymour Hoffman en Capote (y de paso, la nominaron a un Oscar). A este reparto hay que añadir un guión modélico y la música de Angelo Badalamenti, quien arropa a los protagonistas con una deliciosa banda sonora que contribuye a que la película sea también un canto de amor a la música clásica.
Entre las numerosas catástrofes apocalípticas que se estrenan durante el verano, con todo el despliegue de efectos especiales y tanto ruido publicitario, El último concierto es como un pequeño oasis para paladear una cinta mucho más pequeña en presupuesto, pero infinitamente más grande a la hora de emocionar y hacernos reflexionar sobre los valores y el sentido de nuestra existencia.

