Algo se muere en el alma en esta mañana después de la Feria. Esta mañana de dar el callo Sevilla para que no digan. Para que no digan que aquí no hay más que juerga. Que aquí no hay quien la doble. Esta mañana en la que apenas has dormido encajando un horario trastocado de ritmos, sin cuadrícula, el horario sin estrés de lo que se terciaba, a la saga de cualquier reclamo de la felicidad, subiendo a todos los trenes de la alegría. Esta mañana en la que aún te dura el sueño de soñar con la Feria. La Feria del mundo que hace sólo unas horas quedaba bajo tus pies, en un planeta de albero y luz que ahora queda en la lejana órbita de la nostalgia y los recuerdos. ¿Habrá ciudades que te hagan ser tan nostálgico como se es en Sevilla? ¿Habrá ciudades que se estén quedando y yendo siempre a un tiempo? ¿Ciudades tan eternas y tan efímeras como Sevilla, siempre a medio camino entre la realidad y el deseo? Tenía que ser esta la ciudad en la que se escribiera un adiós con el que se agitara un pañuelo de silencio a la hora de partir.
No sabía Manolo Garrido el poeta lo que tenía guardado en un cajón de su mesa del Banco Central de la Avenida. Y le llegó mi buen amigo Gabriel Hurtado, de Los Amigos de Gines, como quien no quiere la cosa y le dijo:
-¿Tú no tendrás por ahí algo que nos sirva para el próximo disco?
¿Algo? Y ese auténtico señor y caballero que es Manolo Garrido le largó a Gabriel de entre los papeles de un banco, no sólo unas sevillanas, sino el himno de las despedidas de Sevilla, el amargo adiós del vacío en el que nos dejan las partidas de tantas cosas y los seres más queridos, el pozo sin fondo que no se vuelve a llenar, el barco de lo más grande que se hace pequeño cuando se aleja en el mar, el que cuando se va perdiendo ¡qué grande es la soledad!
Algo se muere en el alma en este día de desmontajes en la ciudad que se monta y desmonta a sí misma lo que haga falta. La ciudad que se reconstruye más veces que si hubiera sido bombardeada. La ciudad Ave Fénix por excelencia. La que ayer bailaba y hoy trabaja. La que hace un rato como quien dice tenía a los niños en los cacharritos y esta mañana temprano les ha puesto los uniformes del cole. Esta mañana en la que con 17 grados a las siete y media, sentíamos frío; porque hay mañanas de Sevilla en las que haciendo calor, sentimos frío; un frío de añoranzas que se te hiela por el encantamiento de una Feria, tan desvanecido con la traca final de los fuegos, como cuando en La Cenicienta, dando las doce, la carroza se te queda hecha un vago rastro de polvo dorado. Por cierto, que le doy la razón a Marina Bernal en que los fuegos deberían de ser con la inauguración, la noche del alumbrado, la del lunes del pescaíto, para que los puedan ver más gente que la que le queda a la Feria el domingo por la noche.
Algo se muere en el alma desde la emoción que recuerda esta mañana la partida hacia su historia de la Feria que tuvo una de las portadas más bellas de hace muchos años. Y con el permiso de Manolo Garrido, poeta y señor de los pies a la cabeza, el hombre que tenía guardado en el cajón de una mesa del banco donde trabajaba ni más ni menos que el pañuelo de silencio de Sevilla a la hora de partir, esta hora de partir la ciudad a su destino de lunes después de la Feria, a seguir en la cruda realidad de miles de afanes, con el permiso digo de ese caballero que escribió la forma en la que Sevilla ruega aplazar decir adiós con la guitarra suya: Algo se muere en el alma cuando la Feria se va