
Se colocaba al final de la barra del bar, mirando a la puerta, como si temiera ser sorprendido. Llevaba la gabardina más cara de la ciudad, como un actor de cine de esos que aparecían en la pantalla del cine Pathé. Allí, en la última fila, la besó por primera vez, a ella que había nacido el mismo día que su esposa pero veinte años después. Las dos eran morenas, guapas de fotografía, con ojos huidizos de gata. Mi padre le conocía del bar y una noche le escuchó presumir de haber comprado un pequeño piso para cosas de varones. En el barrio decían que era hombre de dos casas. En una estantería de su cuarto tenía las novelas de Corín Tellado, casi toda la colección, le aseguró a mi madre la primera vez que entró en la casa secreta. Era una de esas mujeres que conservan la belleza en la sonrisa, sin trampas en la mirada. Le cogió cariño, iba a verla a diario desde que un cangrejo asesino le taladró el útero estéril. Mira que lo intentó, la pobre. Aunque temblara de miedo la primera vez y nunca supiera muy bien de quién estaba enamorada. Aquí duerme mi cuñado, le dijo a mi madre titubeando, a punto estuvo de decir mi marido. En el barrio decían que era mujer de dos hombres.

