Hoy, en Utrera, se despide de los ruedos al cabo de 31 años Pepe Luis Vázquez.
Le conozco desde 1980, cuando acudí a su casa de Beatriz de Suabia, el hogar de los Vázquez, para hacerle una entrevista. Yo había fundado y empezaba a dirigir entonces una publicación denominada Sevilla Nuestra, el mismo título que ahora usa el Ayuntamiento para su revista de primavera.
Pepe Luis y yo congeniamos enseguida; tanto, que a los pocos meses de aquel encuentro ya éramos buenos amigos. El lunes de la Feria de Abril de aquel año toreó en la Maestranza como novillero. Una auténtica expectación avalada por la portada de la Hoja del Lunes, el único periódico que entonces se publicaba ese día de la semana, mientras los demás descansaban. La plaza a reventar, pendiente de una auténtica esperanza para revalidar en otra figura el mejor estilo de la escuela sevillana, que corría por la sangre del hijo mayor del Sócrates de San Bernardo, el histórico Pepe Luis que hoy se yergue en bronce, desparramando su capote de cartucho de pescao frito, en la acera contraria a La Maestranza, mirándola eternamente, desde el Paseo Colón y ante el río.
Pero aquella heredada sangre se derramó. Lo cogió el toro. Él salió de allí en ambulancia y yo, sobrecogido, había entrado en una experiencia jamás vivida antes: que a un amigo lo trincara un cuerno por el muslo. Estuve en la Feria sin sentirme en la Feria, aquella Feria preocupado por su estado anímico y de salud. Lo visité en la Clínica de la Virgen de los Reyes, una que había camino del aeropuerto. Allí estaba en cama, acompañado de su padre -la leyenda-, apenas con una manta cubriendo, más que unas piernas, esa pasta especial entre la inteligencia y la insensatez de que están hechos los toreros.
Hoy, querido Pepe Luis, no puedo, por más que quiero, acudir a Utrera. Motivos personales me lo impiden, los que ya te explicaré cuando te llame para felicitarte.
Me estaré imaginando toda la tarde tu aroma de genuina escuela sevillana, el rictus difícil que te ponga en los labios la responsabilidad, la estampa de diseño de un torero con las justas medidas que tienes tú, que pareces un dibujo rápido y ágil con la destreza visual de Martínez de León. Y te soñaré sobre un lienzo morado y negro de San Bernardo el Miércoles Santo.
Se me van a pasar muchas cosas contigo por la cabeza: Cuando venías a bañarte a nuestro chalet familiar de Castilleja de la Cuesta. Cuando me decías sobre la cancha de tenis que te iba mejor el frontón, porque no endurecía tanto los músculos, y que más relajados le venían mejor a un torero. Cuando nos íbamos con mi hermana Pilar a las movidas del Aljarafe, al Bohío, al Embrujo. Cuando almorzabas en nuestra casa de la calle Imagen con mi padre, que había sido pepeluisista de toda la vida. Cuando me presentaste a Anselma en El Corte Inglés del Duque, antes de que ella se hiciera tan popular y era una auténtica experta en el departamento de las listas de boda, cuando las listas de boda eran de verdad, que tú veías la plancha, la cafetera y la maleta que ibas a regalar. Cuando te llevé a Radio 80, donde yo estaba de locutor. Cuando honraste con tu presencia mi debut en el Teatro Imperial.
¡Ay, Pepe Luis! ¡Qué bonitos tiempos! Cómo hemos vuelto tus amigos de mil colores desde las plazas donde toreabas, con pena o alegría, a las habitaciones de tus hoteles: Elena, Manolo Cañaveral, Rogelio Gómez, Blanca, tus hermanos Rafael, Ignacio, Juan Antonio, Lolo, Mercedes y mucha más gente que yo ahora no pongo, porque la suite se venía abajo de abrazos. Una vez me dejaste compartir en el Hotel Porta Coeli el reservado e íntimo momento de vestirte de luces. Te fotografié, para mí mismo, para mis recuerdos contigo.
Mientras hoy, en la hermosa tarde utrerana, hagas tu natural entrada en la gloria del libro de oro de una dinastía irrepetible, estaré pensando en mi gran amigo.
Te despides de los ruedos, Pepe Luis, pero no dejas de ser torero. Con eso se nace y con eso se muere. Es tu piel misma de ser humano singular, extraño, contradictorio, valiente, miedoso, artista, sensato o loco. Nadie que no sea torero podemos entenderos en el arrojo de vuestro sinsentido. Quizás por eso precisamente, más que por otro motivo, os admiramos. Un abrazo, amigo y maestro.