No creo ser un especialista de la nostalgia, sino un afortunado que heredó la gran memoria que tenía mi padre. No me dedico a remasticar recuerdos, sino a vivir en la primera línea de la vida, aquella en la que colocamos nuestros pies quienes siempre nos sentimos en el punto de partida, eternamente de ida y nunca de vuelta.
Pero hoy miro hacia atrás, al piso de Los Remedios de mi infancia, un barrio aún poblado de solares donde edificar y levantar los rectilíneos y aburridos bloques de la actualidad. Los Remedios construyéndose, como se contó por el genial Manuel Ferrand en su novela Con la noche a cuestas, premio Planeta de 1968. Los Remedios donde me vestía de cura y los transeúntes de aquella nueva Sevilla en la que todavía nos conocíamos todos, podían verme desde la calle Montecarmelo dando una de mis misas en la terraza de la primera planta del 29. Todavía hoy me encuentro gente que me dice:
-Tú eras el curita.
Los Remedios de la estrenada parroquia con don Otilio. Los Remedios de los calzados Pibe regalando las pelotas verdes de Gorila por comprarte unos zapatos. Los Remedios del cartel con La Macarena de Grosso por todos los bares y tiendas anunciando su coronación canónica en 1964. Aquellos Remedios al que llegaba con el autobús del 8 cuando aún se levantaba el puente de San Telmo para que pasaran los barcos. Los Remedios sin parque de los Príncipes ni glorieta de las Cigarreras, que hacía como suyos los jardines del Cristina, plagados de soldados buscando rollo con las tatas.Pues en ese trozo de vida empezó para mí la televisión. Aquella televisión en blanco y negro camino de Prado del Rey desde el Paseo de la Habana. Aquella televisión de Perry Mason o las marionetas de Herta Frankel. Esa televisión que la cuentas ahora a las nuevas generaciones y te miran como si les dieras un diccionario de griego. Esa televisión española de la Wikipedia que se la pones por delante a Spielberg y te hace con ella otra entrega de Parque Jurásico.
Déjenme encenderla hoy en mi corazón, aunque esté herida de interferencias por el calor del verano y llena de interrupciones rogando disculpas por averías en el repetidor de Guadalcanal. Quiero darle al botón aunque la programación no haya empezado y tenga que aguantar a la pesada carta de ajuste. Y coger el teleprograma para saber lo que echan. Me da igual si a las doce es la despedida y cierre al son del himno nacional con la foto de Franco. No me importa tampoco si salen dos rombos en El Santo y me mandan a la cama. Quiero volver a ver esa pequeña pantalla que fue haciéndose gigante con Félix Rodríguez de la Fuente, con la casa de los Martínez, con Fofó, con el Un, dos, tres y el millón para el mejor, con las Historias de la Frivolidad de Chicho, La cabina de López Vázquez y el Verano Azul de Mercero. La tele de los anuncios de Okal que ponía firme a una tropa con dolor, enfriamiento y malestar; la tele que tenía el redondo sabor de Fundador; la que nos fagorizaba al llegar los electrodomésticos; la del caldo Starlux; la de Gila con Filomatic
Déjenme encenderla, emocionado, sin que nadie me repruebe esta melancolía, para enviarle un fuerte abrazo de gratitud al hombre que tenía la voz de aquella tele con la sintonía de Eurovisión: José Luis Uribarri.