Aún no. Por más que lo deseamos, aún no. Ni saliendo el Vía Crucis de todas las hermandades se tiene con este frío la percepción de que se acerque nada, de que tengamos encima la Semana Santa. Sobre todo cuando la vida está salpicada, más que de un sol agradable por las tardes, de no sé ya cuántas desazones que vomitan a diario los periódicos, la radio, la tele Encima, la campaña de unas Elecciones en las que no cree tela de gente de derechas, que pediría meter el dedo en la llaga de Arenas, a ver si de verdad le escuece Andalucía.
Febrero va pasando (terminando más bien con el 29 de un bisiesto) igual que los días, a trancas y barrancas. Ya dije una vez que es el mes que menos se quiere ir. Se resiste a su cometido de transición, a no ser ni chicha ni limoná. Y maldita la gracia que le hace serlo en Sevilla. En Sevilla, además de hacerse el longui cuando toca Marzo, entra en estado de rebeldía, protesta y reclama, con el viento frío de las mañanas, con las heladas temperaturas de los amaneceres, un largo y grande mensaje de pancarta reivindicando quedarse en primavera, sin entrar en la razón de que su insistencia retrasa esa llegada que jamás conocerá. Esa llegada es de marzo. Pero frente a su eterna inclemencia, siempre estarán nuestros ánimos y los que nos envían nuestros amigos.
Recibo como joyas las fotografías de Fermín Sánchez y Fran Rabadán. Me parece que entre ellos no se conocen, pero coinciden en hacerme llegar estampas de La Macarena. Jamás acabará la fascinación humana donde ni Dios ha terminado la suya. La Macarena fue creada para la ensoñación, no para descifrarla. Es un enigma, no una clave. Y sin embargo está llena de rasgos que hacen aún más poderosa su atracción, su enorme imán espiritual.
El gran efecto de su belleza es que te mira de frente. No inclina la cabeza como tantas vírgenes, no se encierra en su dolor, sino que lo abre al mundo. La Macarena no tiene prejuicios. Es de una sinceridad sin reservas. No se guarda para sí una lágrima. Es el evangelista que mejor narra la Pasión con el reguero de sus mejillas. Y deja claro que sufrir es parte del perfil de la vida humana, uno de los lados de la existencia, que siempre discurre con cara y cruz. Y he dicho uno de los lados, pero no los dos. La Macarena ha rescatado, de una pesadumbre que podría haber sido total como en tantas dolorosas, el aliento sin fin de su Esperanza. Tallarla y bautizarla fue lo mismo. De una imaginería sin Ella habría resultado un memorial sin Resurrección, una cofradía detrás de otra sin solución de continuidad, un paso y después el siguiente sin resolver tanto abatimiento. Ella es la fe en el tercer día después de la muerte. Forzosamente tenía que llamarse Esperanza. Hubiese sido desafortunado bendecirla con otra advocación. Otro nombre no le hubiera venido como anillo al dedo, como su ánimo a su corazón. Es la efigie necesaria e imprescindible después de contemplar a La Amargura, a la Victoria o a la del Subterráneo.
La Macarena no tiene pañuelo, aunque lo lleve. La Macarena tiene horizonte. Es ahí donde, alcanzándolo para nosotros, provoca un punto conmovedor y emocionante que nos deshace en llanto cuando al buscar Ella su destino y nosotros el nuestro, nos encontramos en el lugar exacto que hace cruzarse nuestra derrumbada mirada con sus valientes ojos. No hay quien la pare ni en el peor momento de una sentencia injusta para su Hijo. ¡Ay, Eva Casanueva, la de siglos que hace que la justicia es un cachondeo! La Macarena es la Madre coraje de la Semana Santa. Por eso no hay otra. Por eso se escribió que como Ella ¡ninguna!
José María Fuertes