No sé si queda a mi alcance el arte de la titulación periodística, tendría que ponerme las pilas con los viejos y entrañables manuales de estilo que en su día me estudié. Y desde luego me vendrían muy bien los consejos de un hombre de sobrada y acertada experiencia como Miguel Gallardo. Pero es que por esta vez me gustaría dejar, por encima de cualquier estrategia que persiguiera llamar la atención, el nombre de Zaragoza desde el principio. Lo hago como el modestísimo homenaje que rindo a una ciudad en la que tengo ya mucha parte de mi vida.
La pisé por primera vez, aunque fuera en su estación de ferrocarril, mientras hacía la mili y con el Regimiento de Órdenes Militares 37 de Plasencia llegué hasta allí para unas maniobras en Los Monegros. La ocasión sólo me permitió entonces divisarla desde un vagón y guardar fugazmente la íntima emoción de un horizonte con la silueta de las torres de El Pilar tras el Ebro. Qué curioso eso de las siluetas y la emoción que causan: habría mucho que decir en ese sentido de la Giralda, de la torre Eiffel y cómo no de las altas torres de la Basílica de la Virgen del Pilar en Zaragoza, una de las ciudades donde más he tenido el orgullo de ser español. Quizás por eso me pasó lo que me pasóComo si mi vida hubiera estado siempre hecha de premoniciones, aquella rápida estancia en Zaragoza al hilo del servicio militar parecía guardar secretamente una vuelta con todos los honores, por la puerta grande del destino. Y es que mi hermana Pilar iba a ser, al cabo del tiempo, de mucho tiempo después, la novia de un maño. ¡Habría en Zaragoza niñas que se llamaran Pilar! Pues el aragonés tuvo que venir a Sevilla a buscar la suya y a llevársela. Nunca le echaré en cara que lo hiciera, por más que fuera en ese empeño un buen pedazo de mi corazón, porque nadie como él, Rafael Barnola, para haberlo hecho, porque a pesar de los tantos kilómetros que me iban a separar de mi adorada hermana, a esa exacta distancia de Sevilla estaba su felicidad con un hombre y unos hijos maravillosos.
Siendo novios aún me invitaron a pasar con ellos y la familia de Rafael las fiestas del Pilar. Esta frase anterior deja a la altura de un telegrama con ganas de economizar en letras y gastos lo que fueron aquellos días. Sólo del padre de Rafael, en aquellos momentos el futuro suegro de mi hermana, se podrían escribir fascículos. Pero me centro en la gran fecha del 12 de octubre. Estaba tan asombrado con Zaragoza que a la propuesta de acudir a la famosa ofrenda floral ante la Virgen vestido de baturro no me lo pensé dos veces. ¿De baturro? ¡Pues de baturro! Soy así de tremendo para pasar por la vida, nunca he querido perderme una. Y a lo mejor el traje -nunca mejor dicho- me venía grande. Pero yo a esas horas, desde que el avión que partió de Jerez me había puesto los pies en tierra aragonesa, ya palpitaba con las jotas. La noche anterior, sin ir más lejos, había escuchado una bellísima que jamás olvidé:
EL EBRO GUARDA SILENCIO AL PASAR POR EL PILAR LA VIRGEN ESTÁ DORMIDA NO LA QUIERE DESPERTAR.
Aunque yo no sido de ir por todas partes haciéndome fotos, menos mal que me las traje -y muchas- de aquel Día de la Hispanidad en Zaragoza, en realidad un reportaje completo de los días de aquel viaje. Porque si no llega a ser así, ahora no podría compartir con tantos lectores su recuerdo gráfico. Y aclaro lo de tantos lectores: desde la semana pasada estos artículos y sus fotos pueden seguirse a través de dos periódicos digitales, el Sevilla Press y Chipionanoticias. Debo a los periodistas Miguel Gallardo y Juan Mellado esta extraordinaria posibilidad de acercarme potencialmente a miles de personas. Desde el núcleo familiar e íntimo de Facebook ellos dos venían siguiendo como grandes amigos agregados estos escritos. Les gustaron tanto que me propusieron la divulgación de los mismos en los diarios que dirigen. El regalo más grande que se le puede hacer a quien escribe son lectores. Gracias, que es decir muy poco. Queridos Miguel y Juan (Marina por supuesto), tenemos que celebrarlo.
Ahí estoy, en una de las fotos, de esa guisa ante el monumento de la Virgen. Lo de guisa lo digo por mí, no por la indumentaria, loable y característica sobre el cuerpo de las gentes del lugar; pero yo estoy, sí, con mucho corazón, como siempre, con mucho sentimiento, con todo el sentimiento que se quiera, pero peor que un madrileño recién llegado a la Feria, metido de golpe en la primera caseta que pisa en su vida, y va el tío y se arranca por sevillanas sin tener ni puta idea.
En otra estoy con mi cuñado Rafael. Yo, como para equivocarme lo menos posible en el papel, tengo puesta hasta la misma postura de manos que él; y por mucho que me esfuerzo en llevar con dignidad tanto atrevimiento, mejor que yo lo hacen hasta los muñecos esos de toda la vida en la calle del Infierno, los que pisan la uva donde te sirven unos chatos de vino. Se me nota que no quiero escurrirme lo más mínimo y parece mi actitud de imitamonos la misma del que en la Feria, bailando sin saber sevillanas, se va fijando en el de al lado a ver cuándo toca cruzarse. De pena.
Como yo nunca tengo bastante, ahí no quedó la cosa, que ya era cosa Y por la tarde ¡a los toros!, que no nos falte de na, como canta mi buen amigo Pascual González (ya te tocará el turno, descuida, que de esa no te libra ni el barrio de la Calzá entero).
Y otra vez en mi vida ¡el gran Espartaco!, que siempre es como decir: otra vez en mi vida mi gran amigo Rafael Moreno.
Llegamos tarde a la plaza, pues el almuerzo en un restaurante de la ciudad se había alargado. Lo menos iba ya una hora de la corrida (pero con los Barnola el reloj funciona de otra forma al resto de los relojes; la vida con ellos es siempre lo que se tercia, fórmula que a mí no me va nada mal y en la que me entiendo a la perfección). Para hacerme con la situación de avanzar por los tendidos y ocupar mi asiento no me dio tiempo más que a decir por favor. Lo juro. Nada más. Y encima vestido de baturro. Bueno, pues esto es verídico, como en los chistes eternos de Gandía: yo he tenido desde hace años un acento poco propio de sevillano, seguramente por haberme situado tantas veces frente a los micrófonos de la radio, que también hice mucha. Y además ese acento no sé por qué a mucha gente le suena sudaca. El caso es que en la escalada camino de mi sitio un señor se me quejó y haciendo abstracción absoluta de mi vestimenta aragonesa me dijo:
-Aquí no estamos como en su tierra, que llevan una hora de retraso.
En cuanto le abrí la boca pidiéndole paso con toda educación, me zampó tal reprimenda. Con sólo dos palabras pronunciadas y con mi ropaje de doce de octubre en Zaragoza, estaba claro que me había tomado por un tinerfeño o cualquier otro habitante de las Canarias. Ya era definitivo que yo no colaba allí ni de baturro. Me sentí disfrazado. Eso. Lo que yo estaba era no vestido, sino disfrazado. Hubiera pegado más en Cádiz por Carnaval que en Zaragoza por el Pilar. ¡Qué desastre!
Al terminar la corrida nos dirigimos al Gran Hotel, para saludar a Rafael y a Espartaco. Hablé con el primero desde un teléfono en recepción:
-Rafa, ya estamos aquí. Cuando se pueda subimos a veros.
Y subimos. Vaya que si subimos. Al entrar en la habitación que ocupaban, y apareciendo yo como aparecí, Rafael Moreno se quedó estupefacto. Nunca se habría podido imaginar a su amigo Pepe Fuertes como se lo encontró en la más pura realidad. Con Juan (Espartaco) delante nos hizo una irónica y jocosa pregunta que no tuvo contestación:
-Y cuando tu cuñado va a Sevilla, ¿también lo vestís de nazareno?
Termino con una confidencia para quien cometa osadía semejante. Pasé un día inolvidable, como tantos que iban a esperarme desde entonces a lo largo de mi vida en Zaragoza; pero también pasé las canutas con las medias, porque a cada momento se me bajaban. Lo advierto, no es mal amigo el que avisa: cuidado con las medias ¡un suplicio, tú!
(*) José María Fuertes es cantautor y abogado