Ha sido un éxito. Esa clase de éxito al que suelen llamar clamoroso. Y está escrito y contado más que por las crónicas, por los aplausos continuos del público; en este caso, por los aplausos y por las carcajadas interminables. Se aplaudió tanto y tan repetidamente que, para entendernos en Sevilla, parecía un buen pregón clásico de Semana Santa. Miguel Caiceo ha triunfado en su tierra con el Morta y con Yulen. Y desde luego, junto a ellos, una vez más Paco Gandía, el homenajeado por el espectáculo Áje, una idea justiciera de Jesús Quintero que pretende ser el primero de los pasos para que Gandía sea reconocido como se merece.
En mi particular historia de larga y verdadera amistad con Caiceo, apunto de rebote esta que quedará, por dos noches con el Teatro Quintero completamente lleno, en la estrecha relación del público mantenida fielmente durante muchos años con un cómico queridísimo.
Escribí para Caiceo y con Caiceo el texto a modo de puertas de entrada y salida de un espectáculo completísimo, sumamente aprovechado hasta el límite de cada uno de los segundos que contó. Nada en saco roto. Denso como una necesaria y preceptiva sesión de risoterapia para tiempos difíciles, lo cual es mucho de agradecer. Y ese texto, que fue tecleado delante del propio humorista para que cada palabra fuera escogida en aras de la naturalidad de Miguel Caiceo, ese texto puedo darlo a conocer ahora. Lástima que por razones obvias no lleve aquí su voz, su figura y hasta ese áje con el que Caiceo va por la vida desde que a la vida lo alumbraron.
ÁJE
El áje no se define. El áje existe y na más. Está parido al aire de la gracia de quien lo tiene. Ahí vive y de ahí sale. No está al alcance de todos. El áje no ha llegado ni al diccionario. Porque el áje no es de consulta. Al Diccionario ha llegado simplemente el ángel, pero no el áje, que es más, si me permiten, que el ángel. O sea, que si será raro de encontrar que el Diccionario, con todas sus miles de palabras, no tiene áje.
Tiene alas el áje, pero cruza por la vida desde el ingenio veloz de los que las cazan al vuelo. El áje no lleva las manos juntitas ni corona que valga. Si de alguna forma lo quisiéramos ver, serían dos brazos abiertos desplegando un capote, para que la vida pase por donde queremos nosotros y no por donde quiere ella. Es cuando la vida traga por el pase de pecho de la ocurrencia más sorprendente e inesperada. Cuando le bajamos los humos de creerse más de lo que es.
El áje tendría que ser una de las ramas del arte, como la pintura o la música. Y es por eso el don de unos pocos. El áje es, digamos, la aristocracia del humor, una forma de sabiduría popular, el pellizco del chiste.
El áje nace y el áje vive en Andalucía; y sólo algunos hijos, tocados con la varita de la gracia, son dueños de él.
Lo tenía el padre de Manolo Caracol Cuando su famoso hijo montó en Madrid el tablao Los Canasteros, compró un jamón en previsión de que pidieran sus raciones los más acaudalados clientes que frecuentaran el local. Caracol, con los días, empezó a darse cuenta de que no cuadraban los escasos platos que se habían servido del escaso manjar con lo que le iba quedando al pata negra. Preguntó a los camareros y sólo encontraba respuestas evasivas. Pero ante la evidencia del poco jamón que quedaba sin corresponderse con la venta, Caracol increpó airado. Uno de los empleados se rindió:
-Es su padre el que se está comiendo el jamón.
Caracol decidió entonces meter la pieza en una hornacina que quedaba cerrada con candado por una rejas. Puso dentro una bombillita que iluminaba el jamón. Cuado uno de aquellos día su padre cogió, como buen bebedor, una de las tortas monumentales que acostumbraba se dirigió hacia los barrotes de la hornacina y agarrándose a ellos le soltó al jamón:
-¡Ay!, a ver si encuentro un buen abogado pa sacarte de ahí.
El áje lo tenía la madre de Estrellita Castro Un día, al terminar el espectáculo de su famosa hija, don Jacinto Benavente acudió al camerino de la artista para felicitarla. Cuando la madre lo vio entrar, exclamó conmovida:
-¡Don Jacinto Benavente! ¿Quién me iba a mí a decir que yo lo iba a conocer tan cerca, en persona? ¡Ay, don Jacinto! Si yo tengo hasta un hijo que es lo mismito que usted
-¡Ah! ¿También es escritor?
-No, escritor no, maricón.
Tenían áje Beni de Cádiz y el Cojo Peroche. Daban una película del oeste en un cine de verano de la Alameda de Hércules sevillana. Más tiros era ya imposible, cuando en un momento dado el Cojo Peroche le dijo al Beni:
-Cúbreme, que voy a mear.
Y lo tenía nuestro homenajeado de hoy; y estaba, a mi entender, sembraíto de un ÁJE con mayúsculas. Fui muchas veces compañero suyo, y pude disfrutar de su calidad humana y artística, y de un sinfín de anécdotas que serían interminables, no sólo contadas por mí sino por todos los que aquí estamos.
Nos hemos unido un grupo de amigos, comenzando por Jesús Quintero, el Morta, Yulen, el personal de este Teatro, para quien creemos que es el auténtico rey del áje: Paco Gandía.