Llevamos un año de sufrimiento (otro más, y ya van...) en donde la esperanza y la ilusión han ido apareciendo y desapareciendo constantemente cada poco tiempo, dudo que haya alguno que no haya dudado aunque fuera un momento de que pudiéramos conseguir el preciado ascenso, pero , por lo que sea, estamos a un paso de lograrlo en el momento decisivo.
De conseguirlo, a todos nos nacerá un espíritu de liberación, de desahogo, como si hubiéramos tirado un muro que parecía infranqueable. Y nos alegraremos, gritaremos más de rabia que de felicidad y , como digo, más de desahogo que de éxtasis. Pero ello, que ocurrirá, no debe alejarnos de la realidad ni hacernos perder la noción de las cosas. El Betis, nuestro Betis, nunca debió verse en esta situación, nunca debieron llevarnos a tener que jugarnos la vida con equipos del corte del Numancia, Cartagena o Levante. Lo cual no significa que no nos merezcamos unas horas por lo menos de felicidad, pero en nuestro ámbito privado. Con nuestra gente y amigos.
Salir en masa a la Plaza Nueva sería profanarla cuando, no hace mucho, hemos acudido para celebrar grandes gestas (las pocas) que no hace mucho gozamos. No podemos equiparar la consecución de una Copa del Rey (sólo 2 en nuestra historia), o la presencia , por primera vez en la historia, en la Liga de Campeones, con la vuelta al lugar de donde nunca debimos marchar.
Por eso pienso que, aunque tengamos la tentación y las ganas de salir a desatar nuestra rabia y decirle al mundo que hemos vuelto, hagámoslo en nuestro ámbito privado, no desde la aglomeración acudiendo al lugar donde, hace muy poco, nuestro eterno rival ha acudido (a escasos metros) a celebrar un título y una clasificación al máximo nivel europeo. Pensemos con frialdad. No somos inferiores a ellos. No forcemos la fácil comparación. Dicho queda.