Empieza a leer el Rock de la calle Feria de Francisco Gallardo .Este es el primer capitulo de este libro editado por Algaida y uno de los mas vendidos del verano.El Rock de la calle Feria es una novela de viaje, de iniciación a la vida. Un On the road sevillano en el que un grupo de jóvenes viven una época en la que se estrenaba todo o casi todo. A lo largo del año 1978 suceden en Sevilla y en España cambios importantes que afectan a la vida de los protagonistas según la indiosincracia de cada uno. Un viaje a Ámsterdam para asistir a un concierto de Bob Marley es el eje central de esta fi cción escrita desde la memoria generacional. Y de la mano de ella regresa el ambiente callejero y exultante de aquellos tiempos. A la Sevilla dE los bares y a la de los conciertos de rock, al lenguaje de la época tan heterodoxo como la longitud de los cabellos o la manera de vestir. A los libros que marcaron a algunos para siempre, desde Rayuela a los versos de José Agustín Goytisolo. Y de fondo, la banda sonora de toda una generación, la música del grupo sevillano Triana. Pero sobre todo, El Rock de la calle Feria narra una historia de amor difícil, de la Lola y Camus, de Camus y de la Lola, contada con ternura, humor e ironía.
Uno de enero de mil novecientos setenta y ocho.
Comienzo a escribir en esta libreta mi diario. Mis
sentimientos. La abuela Dulce se acaba de ir a tomar
café con sus amigas. Para ella, un año nuevo es un triunfo.
A las cinco de la tarde, hora torera. Iba muy guapa con su
vestido negro de seda. La he ayudado a pintarse. La línea de
los labios violeta, la sombra de los párpados malva. Eres
igual que tu madre, me ha dicho mientras me miraba a través
del espejo. Me he tragado las lágrimas para que no me
viera llorar. Eres igual que tu madre, ha insistido, pero no
hagas como ella, haz todo lo que puedas para ser feliz. Se
ha ido y la casa se ha quedado vacía, silenciosa. No quiero ni
pensar en el día en que ella no esté. De la fiesta de anoche
prefiero no escribir ni una sola palabra. Si lo llego a saber me
hubiera quedado en casa, acariciando las manos de la abuela
Dulce. Junto al abeto de plástico con luces de colores.
Estoy lacerado, paso de bullas escrupulosas de
pelos en la sopa me dijo el Melenas apoyado en la pared
derecha del 23.
16 Francisco Gallardo
Se quitaba el flequillo de los ojos con un gesto tan
repetido que parecía un tic nervioso. Estaba inquieto porque
no había llegado el Canijo con la china de costo.
Seguro que le han robado la vespa los mismos a
los que les compra el hachís protestó cabreado, este
tío no aprende, es un capullo de floristería.
Sí, pero tú aquí siempre a cubierto salió la Maca
a defender a su novio, él se la juega y tú no, Melenas.
El Canijo iba al extrarradio y en un piso sin apenas
muebles un tipo que se parecía a don Quijote le vendía,
según el mercado, la mierda más presentable. Su mujer
era una jalai que el Canijo llegó a ver una de las primeras
veces que fue, una rubia teñida que se paseaba en bragas
por la casa. El día que don Quijote le vendió la moñiga
putrefacta que llevó a la Maca a urgencias con una gastroenteritis,
la mala pécora se había fugado con un representante
medio bujarrón que le ofreció un futuro mejor
en Barcelona.
Todo hay que entenderlo le dijo el Melenas,
mientras esperaban a la Maca en la puerta del hospital,
agarrándose los retortijones con las manos.
Al Canijo el punto le dio por la risa y al Melenas por
la filosofía.
Nietzsche puro le decía. Así habló Zaratustra,
coleguita.
Don Quijote, cornudo y desencantado, abandonó el
gusto por el oficio. Ya no medía la calidad y dejó que sus
hijos se encargaran del negocio. Zipi y Zape para la clientela,
dos mellizos que ya habían escrito con quince años la
enciclopedia de la calle, el espasa de los marrones. Y ahí
El rock de la calle Feria 17
empezaron los robos de las motos a los clientes, el descuido
afilado de las navajas y las sirlas. Incrementaron la oferta
y vendían ya el polvo ese que, cuando se quita de la
sangre, lleva a los ojos el hueco de la muerte.
El Canijo se la juegainsistió la Maca, a la que la
tardanza la había puesto tierna.
No podía soportar que el Melenas lo pusiera a parir
mientras me contaba a mí el cuento del chaleco de Cortázar.
Alucinante tío me dijo apartando el pelo de
sus ojos.
El Canijo llegó con la cara desencajada. La Maca lo
abrazó como en las películas y él la rechazó con gesto
duro.
Melenas dijo, chungo total. No hay por ningún
lado. La pasma ha pegado un palo gordo.
Paso de bullas escrupulosas de pelos en la sopa
le contestó el Melenas, puedo pasar sin fumar, no soy
como vosotros que sois unos adictos.
Con la mirada me suplicó que lo rescatara. Yo también
quería abrirme. Darme un rule. Había estado toda la
tarde estudiando en la biblioteca del Rectorado, esperando
que llegara la Flaca. Y también estaba lacerado porque
no había ido. El Canijo me dio un abrazo de despedida,
era así de efusivo conmigo. Le gustaba que yo no
tomara drogas. Los borrachos admiran a los abstemios y
las putas a las vírgenes. Y al revés. Esto no tiene remedio.
La Maca me dio un beso de despedida en los labios y castigó
al Melenas sin dárselo. Éramos así de modernos.
18 Francisco Gallardo
Cuando íbamos por la Avenida de la Constitución me
propuso que fuéramos al Café Mágico.
Tío, allí ponen una música del carajo y leen poemas
de Baudelaire, un pasote.
Yo prefería el aire fresco de El Patio. El Melenas me
advirtió que la Flaca venía de frente, sin vaqueros y con
faldas, al lado de un maromo.
Actúa en consecuencia me advirtió.
Cuando me di cuenta el Melenas estaba dándole un
beso en la mejilla mientras su acompañante me miraba
con mosqueo, a mí, la causa de que aquella preciosidad
no cayera rendida a sus pies de oso. La Flaca me ignoró
como si fuera el pobre de la parroquia. La leche de los
celos comenzó a hervir. Atravesé la avenida, dejando al
Melenas con sus relaciones sociales.
El Melenas me recuperó en El Patio. Había anochecido
y yo andaba rumiando mis suficiencias de hombre
solitario. Al Melenas no le gustaba Albert Camus, estaba
claro, y pasó a darme la paliza ofendida.
Me has dejado tirado, tío, la Flaca se abrió al momento
con el gilipollas ese de dos metros.
El Patio de San Laureano era un antiguo convento
abandonado. Un caserón de paredes blancas, sucias y
desconchadas, visto desde fuera. Con angostas ventanillas,
tacañas de luz, para los monjes. Se entraba por un
postigo herrumbroso a un camino empedrado, mosaico
homicida de granito y jaramagos. A mano izquierda, el
antiguo pórtico degradado a cancela de caballerizas, daba
acceso al antiguo claustro. Allí, por generación espontáEl
rock de la calle Feria 19
nea, se habían abierto los bares más modernos de la época.
En la planta baja había garitos con bafles a toda pastilla,
rock sinfónico y tufillos ambientadores. Subiendo
por una escalera de piedra, sin barandas, se accedía a la
exquisitez, un par de cafés con música de jazz y hippies
sacados de los libros de Castaneda. De nuevo monjes, al
fin y al cabo, paseando a lo largo de la balconada de madera.
El Melenas y yo estábamos abajo, bebiendo una cerveza,
en el bar sonaba ojalá estés aquí o algo parecido.
Los Pink Floyd, tío me dijo a modo de reconciliación
y se fue a buscar un samaritano con el que liarse
un pitillo.
Hay que compartir, colega, aquí nada de socialdemocracias
oí que le decía al Antoñito que aún no me
había visto porque tenía los ojos más encendidos que la
puesta de sol de Chipiona.
El Antoñito trabajaba de botones en un caserón lleno
de columnas de la calle Alfonso XII. Para la preautonomía
andaluza. Llevaba y traía papeles que desmontaban
el régimen anterior. En aquellos despachos ya no
había bigotitos imperiales. Ni nadie había gritado nunca
a favor del invicto en los partidos de fútbol contra Rusia.
Aquello era el sexo de los ángeles, según definición del
Zamaco, cuando fue, en acto surrealista, a pedir el carné
de demócrata al jefe del Antoñito, ¿para usted o para mí?,
cuenta el Zamaco que recibió como respuesta.
El Antoñito le pasó el petardo al Melenas.
Vale tío, pero ya sabes que no me gusta fumar con
revisionistas.
20 Francisco Gallardo
El Melenas se apartó el flequillo cinco veces antes de
hablar, era su medida de la calma. El tiempo necesario
para pensar si renunciaba al pitillo en aras de la coherencia.
Siguiendo la línea de los dirigentes de su partido optó
por la renuncia. O sea que se fumó cuatro caladas sin hablar
esperando el momento de la coartada. Cuando el Antoñito
entró en el bar, buscando más cerveza, vio el momento
de irse. Se despidió de mí a lo lejos.
La coyuntura, colega, la coyuntura me dijo.
No seguí al Melenas porque estaba seguro de que
iba a la calle Betis. A encontrarse con el Juanlu. Y aquel
punto era para mí demasiado heavy. Hablaré de ello en
otro momento. En realidad, lo que yo esperaba era que
apareciera la Flaca sola y vencida. No era orgullo, sino
justicia. Aún era pronto para que me olvidara.
Ella sabía que la melancolía me colocaba. Uno practicaba
por entonces un existencialismo provinciano que
ella juzgaba postura hasta que comprobaba en mis ojos
un tinte oscuro. Un día , después de una clase de Patología,
se acercó preocupada:
¿Qué te pasa, Camus? Estás llegando demasiado
lejos.
Son arrebatos y ella intentaba animarme con
monsergas de la vida bella.
No sé dónde aparcó al oso, pero allí estaba sola y
vencida, cansada de no poder ignorarme todavía. Pedí al
camarero dos cervezas y una canción, aquella que sonó en
El Patio como un bálsamo para las heridas que nos hacíamos,
en aquella historia que ni contigo ni sin ti, cantaba el
Manzanita, tienen mis males remedio, y yo que no sabía
El rock de la calle Feria 21
dar explicaciones, contigo porque me matas y sin ti porque
me muero, miraba la pared desnuda de enfrente, jodida
metáfora de un futuro que no quise escribir.
Camus me pidió la Flaca, mírame por lo menos.
Nos fuimos en el cuatrolatas de ella al descampado
de Chapina. Allí la besé sintiendo el frío en mi espalda.
Qué cabrito eres protestó, cuando quieres
eres el mejor.
La Flaca, entonces, también creía que esto de la vida
era una carrera de mejores y peores. De cuadrigas y de
romanos.
Hay días que llueve con alegría. Otros con tristeza.
Como esta tarde que he salido a pasear por la ciudad mojada.
Sin rumbo fijo. Me gusta perderme por las callejuelas antiguas
del centro. Estas piedras de Sevilla tienen tanta vida, o
tanta muerte, que me impresionan. La gente andaba decidida,
debajo de sus paraguas, huyendo de la lluvia o de sí mismos.
Me he sentado en el bar Laredo a tomar café. Tras los
ventanales he observado la cortina enfurecida de agua, golpeando
los adoquines de la plaza de San Francisco. Y ahora
pienso que no le pido nada más a la vida. Mirar la lluvia con
el sabor de café en los labios.