Escalofríos. Insomnio. Duermevela con despertares inquietos. La luz de la farola que penetra por la ventana de mi habitación crea el ambiente perfecto para vivir una noche de vampiros y hombres lobo, de serpientes y veneno en la piel. De repente, la muñeca de Cristóbal Rojas emite un haz de fuego desde la esquina de una cancha color sepia y un balón de colores explota ruidosamente contra el aro. También aparece un holograma de Antonio Márquez subiendo el balón, marcando jugada y diciéndole a Jerome Mincy que corte por la zona. A su lado, el rocoso Devin Devis utiliza sus puños para ganarle la posición a un monstruo de tres cabezas y, en el fondo de la espiral, Jimmy Oliver lanza piedras con un tirachinas para doblegar a una criatura abisal.
En la quinta estación del Averno, esclavos de chaqueta y corbata mueven un torno gigantesco a latigazos para purgar sus pecados mientras cientos de bloques de pisos les caen encima una y otra vez. En lo más profundo del Infierno, los banqueros y sus adláteres cuentan su dinero en un potro de tortura. Se mezcla la sangre con la polución de las fábricas, todo ello sazonado por la miseria humana y los intereses políticos.
Mientras tanto, Vilches se pone su cota de mallas y lucha contra el dragón de la indiferencia, preocupado porque la plebe, la turba, le da la espalda. Un silencio sepulcral recorre todo este paisaje de Sleepy Hollow. Es el silencio de todos y cada uno de los ciudadanos de una ciudad aletargada, orientada sólo al populismo, la adoración de los distintos vellocinos de oro, el cachondeo, las fuentes, las rotondas y la ignorancia. En mi pesadilla, el páramo de tierra inservible, negra como un pozo petrolífero perdido en el desierto, se llama Huelva y el baloncesto (y el voleibol y otros tantos deportes que han vivido y muerto ante la indiferencia de un pueblo) es su chivo expiatorio.
Los caballos corren desbocados y miles de aves de rapiña merodean por las vísceras del enfermo terminal, dispuestas a sacarle las entrañas en un abrir y cerrar de ojos, en una orgía de sangre y huesos. En el ocaso de los tiempos, Dainenko, Ray Smith, Luis Barroso, Morcillo, Javi Chica, Benítez, Vickery, Álex Burgos, Pablo Martínez, Antonio Gómez, Eric Sánchez y Valdeolmillos lloran lágrimas negras atados al mástil de un barco a la deriva que acabará engullido por el Kraken.
Ya bien entrada la madrugada, dando vueltas compulsivamente en una cama encharcada, mi subconsciente recuerda los dioses que pasaron por esta tierra yerma: Djordjevic, señor del carisma; Herreros, caballero español insigne; Arlauckas, dios de la caza; Tachenko, dios de las alturas; Bennett, amo del tiempo; Garbajosa, señor de los triples; Bodiroga, adalid de los recursos técnicos, y un sinfín de leyendas más.
El día comienza a clarear, pero mi pesadilla se tiñe de color marrón cada vez más. No hace mucho tiempo en una galaxia no muy lejana, una Estrella de la Muerte construida a orillas del Tinto y el Odiel despedaza el planeta Baloncesto con rayos láser de incomprensión e insolidaridad. El jedi Pepe Rodríguez y el padawan Antonio Morón sacan sus espadas láser, pero la guardia imperial, la economía de mercado, la rentabilidad y la falta de compromiso y de amor propio de la sociedad onubense lo llevan al Lado Oscuro de la Fuerza.
Al final del mal sueño, Darth Vader no se quita la careta; las aves de rapiña no se convierten en pájaros de colores; el Kraken no es el abrazo de la victoria; los rayos láser duelen de verdad; el Infierno está lleno de especuladores, de banqueros y de políticos que siguen purgando sus innumerables pecados sometidos a castigos insoportables; la turba sigue inmóvil ante su propia autodestrucción mientras las fuentes, las rotondas y el centro comercial se mantienen en pie.
Trato de despertarme, de alejar los malos augurios con agua purificadora; de convencerme a mí mismo de que las noches de gloria no se han acabado; de que los cuervos, ese ciudadano anónimo, no le han arrancado los ojos al club de sus amores; de que seguiré viendo vibrar a Lolo, a Damián, a Bobby, a Saraiva, a Salazar, a Pedro, a Manoli, a Javi Zalvide y a tantas otras almas que se quedan con el corazón roto. Pero me incorporo con la cara empapada y no sólo es de sudar. Una lluvia ácida cae sobre mis ilusiones y el invierno nuclear se apodera del baloncesto onubense. Cerraré los ojos con fuerza y trataré de volverme a dormir para no enfrentarme a la cruda realidad del vacío, de la nada, de los oscuros tiempos que se avecinan.