Ahora que la Casa Real ha anunciado la separación temporal de los Duques de Lugo, inaugurando quizás involuntariamente una nueva ola de separaciones temporales entre las gentes del pueblo (¡qué desperdicio gastar más de 12.000 euros en un tinglado, cocktail, menú para 100 invitados, barra libre, vídeo, fotos, músicos, que se va a desmontar en cuestión de años o meses, porque uno de los miembros de la pareja se ha dejado un calcetín en el suelo o ha estornudado a destiempo!), seguro que la Infanta Elena y Jaime de Marichalar ya tienen una corte de hombres oscuros, solitarios, meticulosos pisándoles los talones desde un Audi A4 con las ruedas demasiado embarradas para circular por la ciudad. Su infelicidad conyugal, pasto de telediarios y revistas de papel cuché, está en el punto de mira del teleobjetivo que asoma por encima de la ventanilla, allá en la acera de enfrente, al final de la hilera de coches aparcados en segunda fila, como el arma de un francotirador que apunta a su víctima y se dispone a matar. Actúan desde la distancia, desde la distancia física o desde la desconfianza, que es una forma de distanciamiento más psicológica y descarnada, recopilan información, sin importarles los procedimientos (desconozco si tienen a Maquiavelo como autor de cabecera o, más bien, a Steven Seagal), estudian los movimientos de los personajes, sus hábitos, sus affaires, sus vicios, hasta encontrar el momento justo de abalanzarse sobre su presa y llevarse una valiosa exclusiva. Montan motocicletas de gran cilindrada o conducen automóviles de gama alta o todoterrenos, de estética agresiva, como los Hammer, van a la última en tecnología, compran equipos caros, móviles, GPS, y pagan hasta dos o tres hipotecas a la vez. Huyen de las convocatorias y actos oficiales, de los posados y los foto cools, porque allí se topan con los fotógrafos de las agencias, a los que desprecian porque los consideran rudimentarios y a los que evitan porque les desbaratan los planes. Se sienten como pez en el agua en las guardias a la intemperie, retornando al asilvestramiento de John Rambo, agazapados detrás de un arbusto o camuflados entre las ramas de un árbol. Es un mundo estrictamente viril, despiadado, de una competencia tan feroz que les va agriando el carácter y los va sumiendo en el más profundo hermetismo. Circula una leyenda de que hace años en Marbella, durante los meses de verano, los paparazzis más peligrosos apuñalaban las ruedas de los vehículos de sus rivales para que éstos no pudieran sumarse a la persecución de los famosos. Ello no ha impedido que algunos de ellos hayan acabado reformándose en tertulianos fijos de varios programas de televisión, para hacer alarde, frente a tanto repelente academicismo, de su recién estrenada condición de periodista, tras dejar detrás de sí un rastro humeante de falta de escrúpulos y violencia.
Tamañas aberraciones se erradicarían en un contexto mediático donde los términos se tuvieran claros y no se confundiera carácter con agresividad, réplica con insulto (excluyo de esta categoría el ¿Pero por qué no te callas? del Rey), debate con patada ninja voladora. Porque ¿cómo es posible que el punto álgido de la entrega de Diario De sobre clínicas ilegales, emitida hace semanas, sea el forcejeo entre la doctora Cuesta y la presentadora Mercedes Milá? La escena se me antoja patética, una reputada comunicadora atajando los puñetazos de una anciana enfurecida. ¿Cómo se ha llegado a que un profesional goce de prestigio por desempeñar el rol de justiciero en un reportaje social, con enfrentamiento entre el bien y el mal y todo? Cambiando de tercio, ¿cómo se ha llegado a considerar el momento sublime de una entrevista cuando a la entrevistadora comienza a hinchársele la vena del cuello porque está machacando al entrevistado? ¿No merece una pizca de respeto por muy despreciable que sea? En fin, interrogaciones retóricas de un novato que está barajando la posibilidad de enriquecer esta columna con instantáneas de penetraciones anales para ganar más lectores.
http://jochaca.blogia.com/