Cuando la Duquesa de Alba no se encuentra en el Palacio de Dueñas porque ha salido de viaje u Ortega Cano se recoge con sus hijos en la finca Yerbabuena (no a darle de pastar a sus toros, ahora está en fase de rehabilitación), los reporteros de las agencias de noticias del corazón, tan vilipendiados, tan dejados de la mano de Dios (¿para cuándo una teleserie con nuestras desventuras?), hacemos guardia en la estación de Santa Justa y estamos pendientes de las entradas y las salidas del AVE para ver si pescamos algún famoso. Los horarios del tren de alta velocidad son irregulares, puede quedar un hueco de dos horas entre un convoy y otro, aunque normalmente tanto la llegada como la partida coinciden a las y media, así que tras acreditarnos en el departamento de prensa y comprobar en el panel electrónico que no habría movimiento hasta dentro de un rato, mi compañero cámara y yo nos acomodamos en los asientos de la sala de espera. Mientras él atiende una llamada, echo la vista adelante, hasta la puerta principal, por si atisbo celebridades, como Ernesto Neyra o Lely Céspedes, pero sólo alcanzo a ver la flota habitual de taxis que aguarda en el exterior y a sus conductores en la acera discutiendo sobre fútbol a expensas de recoger a algún guiri incauto. Menos mal que para estos temas, los denominados por si, donde la previsión de productividad es baja, vengo preparado y suelo llevar un libro en el bolso, en esta ocasión Juventud de J.M. Coetzee; sin embargo, contagiado por el estilo del escritor sudafricano, tan introspectivo y circunspecto a la vez, no puedo evitar detenerme a observar a la gente que circula a mi alrededor y sacar mis propias conclusiones.
Pese a que aún conserva alguna que otra pincelada local (como las lonas publicitarias de Cruzcampo que cubren parte del edificio o el predominio del acento sevillano entre el personal de servicio), la estación de Santa Justa va notando poco a poco los efectos del desarraigo global y se va asemejando a esos espacios que los filósofos contemporáneos definen como no- lugares, es decir, lugares desnaturalizados y de tránsito que proliferan en todo el mundo y que son perfectamente intercambiables entre ellos. En esta nave- hangar de diseño funcional y aséptico un importante número de franquicias están representadas: una de moda budista, otra de moda pija, otra de moda aventurera, una de alquiler de vehículos, otra de alquiler de vehículos Sus empleados, algunos de ellos inmigrantes contratados con la excusa de la integración multirracial, ensayan la sonrisa impostada que han aprendido en los cursos de formación. El incesante ajetreo de viajeros, con su ir y venir de maletas y mochilas, tiene un referente claro en las masificaciones del aeropuerto de Nueva York, donde se desarrollaba la historia de La Terminal y donde el personaje interpretado por Tom Hanks, un extranjero sin permiso para regresar a su país ni para pisar suelo norteamericano, se resignaba a comer, dormir, asearse y caer enamorado. Imagino que la contrapartida castiza a este curioso caso basado en hechos reales la encarnan los tres ancianos reunidos a mis espaldas que, en vez de distraer la jubilación mirando y comentando obras, pasan mañanas y tardes enteras dentro de estas instalaciones, contándose batallitas con un hilo musical de fondo.
Ni rastro de ningún ex concursante de Gran Hermano ni de ningún vidente que lea el futuro en calabacines. Asomados a la barandilla, cerca de las escaleras mecánicas, mi compañero cámara y yo disfrutamos de una visión general de las vías y los ferrocarriles y de los pasajeros que transitan por los andenes. En el área que sirve de antesala a la estación, separada por las puertas automáticas de la zona de los duty free y los negocios, asistimos a fugaces reencuentros y despedidas, abrazos enérgicos, manos que se separan y besos lanzados al aire.
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