Descolgué el teléfono en aquellos años ochenta sin móviles:
-¿Tú puedes llevar a Carmen Sevilla al Festival de Cine?
-¿A Carmen Sevilla dices?
Me lo preguntaba, así de sopetón, el académico Daniel Pineda Novo.
A mí, que me han pasado y me siguen pasando cosas sorprendentes, me estaba ocurriendo una de ellas: llevar a Carmen Sevilla en mi coche. Casi nada. Pineda Novo me proponía recogerla en la calle Pastor y Landero, donde la famosa estrella me estaría esperando bajo los soportales del antiguo Mercado de Entradores.
Yo no había visto nunca a Carmen Sevilla, en persona quiero decir. La conocía como todo el mundo. La conocía porque se trataba, por muy de últimas generaciones que yo fuera entonces, de quien había rodado sus películas junto a leyendas como Charlton Heston, Luis Mariano o Jorge Negrete, la conocía de su boda con Algueró, de sus anuncios televisivos para Philips, de sus discos con suave y envolvente voz, de cantar lo de Carmen de España -que ella personificaba como nadie-, la conocía de mis estampitas de famosos como uno de los rostros más bellos de mujeres que haya dado nuestro cine, y por conocerla la conocía hasta de sus valientes destapes cuando llegó la transición. En resumen, Carmen Sevilla era Carmen Sevilla, única, incomparable, no había otra como ella. ¡Y yo tenía que recogerla!
¡Qué guapa cuando la tuve tan cerca, justo en el asiento al lado del conductor y el conductor era yo! ¡Me sentí como si fuera el más afortunado taxista, pero sin bajar bandera, porque de bandera era ella!
Jamás olvidaré su perfume -si es que ella en sí no era ya un perfume-, ni cómo la miraba de reojo ensimismado con el amplio escote de su vestido. Era como llevar la pantalla de cine metida en mi humilde Simca.
Atravesé el Paseo de Colón ufano, inaguantable de orgulloso, insoportable con veintidós o veintitrés años que tendría, buscando entre los coches que se cruzaban con el mío la posibilidad de caras conocidas que me hubieran mirado con asombro yendo como iba con Carmen Sevilla. ¡Dios, qué mujer más guapa!
Nuestro destino juntos no iba más allá del Casino de la Exposición. Y al divisarlo, iluminado en la entrada por potentes focos, plagado de fotógrafos y cámaras de televisión, le dije a mi famosísima acompañante:
-Carmen, con este coche no llegamos hasta la puerta; este coche no está para el glamour de un festival de cine. Aparcamos en otra parte y nos vamos andando.
-Este coche está muy bien, me dijo educadamente la Sevilla.
Pero volví a mi convicción y me atreví a replicarle:
-Este coche está muy bien para un estudiante, pero para que te bajes de aquí ante las cámaras, ¡ni hablar!
Con los años volví a reencontrarme con Carmen Sevilla en Florida Park, una de esas noches en las que en la conocida sala del Retiro madrileño el programa Inocente, inocente emitía para el país su gala navideña del 28 de diciembre. Nos habían puesto en la misma mesa para cenar. Ella estaba con Agustín Bravo, su pareja en el Telecupón. La misma tarde de ese día 28, en uno de sus proverbiales despistes, se había ido al plató, en directo, con las zapatillas puestas. Y nos contaba que habiendo telefoneado a Vicente Patuel, su marido entonces, este le había comentado sobre su garrafal olvido:
-Hoy te has pasado, Carmen; hoy ya te has pasado.
Si Carmen Sevilla no había caído ni en sus babuchas, ¿para qué le iba yo a pedir que se acordara de cuando la llevé en mi coche tiempo atrás? Yo ya tenía bastante con saber que, en mi vida, la inolvidable era ella. La misma Carmen de España a la que su país recuerda ahora en su 83 cumpleaños. Y como tú nos decías siempre en tus apariciones televisivas, querida Carmen Sevilla, que Dios te bendiga.