El Sur es siempre luz, formas, pasiones, color y calor. Se hace luminosidad de vida, quietud nunca estática de las cosas, pasionales vivencias, colorido sensitivo y calurosa vitalidad. Hasta la muerte es luz de cirios, formas de luto, dolor resignadamente asumido, negro colorido y sofocos de pena nunca exentos de esperanza.

En mi Sur la realidad queda tamizada por la poesía y el surrealismo marcado siempre por el sentido más pragmático de la vida, tantas veces impregnada de alegría. La constante esperanza, desprovista de ansiedad y acompasada en exacta proporcionalidad con lo terrenal, caracteriza el talante de las gentes que habitan en esta latitud.

Bendito surrealismo el de mi tierra, que ha sido y será eternamente mi Sur. Porque cuando yo muera ansiaré el reencuentro con quienes me precedieron en esa definitiva y última chicotá, a paso racheado, que desde aquí nos lleva a la Eternidad.

Realmente soy feliz en éste mi espacio vital, aunque quizás eso sea puro surrealismo. Aquí germiné y crecí. Y aquí me acabaré de marchitar, dejando a tres guapas e inteligentes mujeres, aún jóvenes pero ya expertas en ese mismo peculiar surrealismo que tantos compartimos, sin saber muy bien cual sea el penúltimo misterio que se encierra tras ese difuso concepto.

Es puro surrealismo que aquí las formas nunca queden en la belleza supuestamente estática de un rincón, un monumento, una sombra, una flor o una Torre especialmente alta y esbelta, singularmente adosada a una inmensa catedral repleta de miedos, historias, gozos y creencias. Finitud jamás asumida de la vida, acaso porque la Vida nunca concluye.

Aquí todo es poesía estéticamente mecida por los duendes. No entendemos la quietud más que en el espíritu plácidamente gozoso. Hablan la cal y las flores. Hablan los silencios. Se mueven los personajes alzados en el pedestal de cada monumento. Se palpa la intensa vitalidad de las gentes, en las calles. Suenan los latidos pasionales. Necesitamos siempre la luz, que para nosotros es auténtico manantial de vida. Triste invierno el de esta tierra, sólo soportable en la esperanza cierta de que retornará la primavera.

Cada año renacemos precisamente cuando el intenso azul retorna a nuestros cielos y la etérea luminosidad logra resucitarnos del frío letargo. Aquí la vida se cuenta por primaveras, que simbolizan la gloria del reencuentro con la luz.

Entre nosotros nada es lo que a primera vista pudiese parecer. Todo está cargado de trascendencia, más allá de lo lúdico. Sagrada liturgia de lo efímero, perenne en nuestra identidad colectiva y que afortunadamente siempre vuelve a reaparecer en el calendario vital de la Ciudad.

Acaso el amor sureño sea prolongadamente efímero, por contradictoria definición, como lo es la propia vida en esta nuestra dimensión terrena. Pero aquí siempre nos queda esa trascendencia de lo Eterno que en las calles, al inicio de cada Santa Primavera, se anticipa en singular plenitud de belleza. Latidos de cornetas y tambores. Sístole y diástole del corazón de un pueblo anunciando vida indefinida en esa otra Ciudad, aún más universal, que adivinamos como gloria inmaculada y eternamente impregnada de nuestra propia esencia vital.

Gloria por siempre según ese Cielo al que nos eleva nuestra enhiesta Torre. Cielo que reconforta el espíritu con la luz crepuscular de cada anochecer de invierno, en la esperanza cierta de que volverá a ser inmensa y gozosamente azul cuando regrese la Primavera.

Gloria por siempre según el Cielo. Ese es mi único norte y nuestra esperanza. Así es mi Sur. Siempre me ruboriza pronunciar su sugerente y singular nombre de mujer, que es Luz y es también Vida. Amor plácida e intensamente sentido, quizás porque inevitablemente evoca eternidad de Vida.